martes, 7 de julio de 2015

CARDENAL FILONI EN LA SEMANA DE MISIONOLOGÍA DE BURGOS

Texto íntegro de la ponencia del Cardenal Filoni, Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los pueblos


El decreto “Ad Gentes” del Vaticano II sobre la actividad misionera de la Iglesia presenta la raíz teológica de la Misión, partiendo desde el Misterio trinitario: la Misión del Padre que envía al Hijo, la Obra del Hijo y la Misión del Espíritu y, por una parte la Misión que la Iglesia ha recibido de Cristo (misio Ecclesiae), y por otra la “actividad misionera de la Iglesia” (attivitas missionalis) entre todos los pueblos que no han recibido todavía el anuncio del Evangelio (AG 6). Las  gentes son todos los pueblos del mundo que aún no han recibido el anuncio explícito del Evangelio de Jesucristo, y donde por ello la Iglesia, como sacramento de salvación (AG 5), signo eficaz de tal presencia, no se ve o no se percibe de manera visible y tangible, aunque su presencia sea sólo una pequeña semilla. Pero además y ante todo, la Misión de la Iglesia no se circunscribe a situaciones ni de geografía ni de tiempos; ahonda sus raíces en las mayores profundidades del Misterio divino, por lo que la Misión de la Iglesia será siempre una Misión sin límites o fronteras.

El decreto “Ad Gentes” fue uno de los documentos del Concilio más trabajados hasta alcanzar una aprobación definitiva, pasando a través de siete redacciones. El texto del Decreto fue acogido favorablemente y será solemnemente promulgado por el papa Pablo VI el 7 de diciembre de 1965, un día antes de la clausura del Concilio.

El documento une y sintetiza dos aspectos fundamentales de la teología conciliar: el estrictamente teológico y el particularmente pastoral. En el Decreto se dan  cita cuatro puntos de la fundación teológica de la Misión: su origen trinitario; su valor eclesial, una noción precisa de misión y la afirmación de su necesidad, dentro de la cual se incluye como lógica participación esencial la necesaria cooperación en ella de todos los bautizados (J. Schütte, en Acta synodalia Sacrosancti concilii oecumenici Vaticani II, vol. IV, pp. 701-702). El Decreto, como se ha dicho, desde la perspectiva trinitaria, con el estilo de los grandes tratados y documentos de la historia de la eclesiología, ya desde su primer capítulo. Esta fundamentación teológica constituye la fuerza dinámica que precisa el significado y el rostro de la Misión a partir de los cuales se plantean luego las cuestiones e iniciativas concretas de su desarrollo. El Decreto, sin ignorar las cuestiones socio-antropológicas y jurídicas que se encuentran involucradas en la actividad misionera histórica y socialmente hablando, indica la teología de la Misión como la base sobre la que se fundan y desarrollan las cuestiones siguientes. Ad Gentes (2) ya en su primer capítulo comienza así: “La Iglesia que vive en el tiempo por su naturaleza es misionera, en cuanto que ella nace de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre”. El carácter trinitario de este paso, desarrollado luego (nn. 2-4), permite retomar la distinción patrística entre “economía divina” y reflexión “teológica” para ascender así desde las misiones divinas a la vida íntima de la Trinidad, como nos explicará el Catecismo de la Iglesia Católica  al hablar de las operaciones divinas y de las misiones trinitarias (nn. 257-260). El modo nuevo de presencia divina, que las misiones inauguran, pasa de la presencia de inmensidad, donde Dios es causa, a la de gracia, donde Dios es amor; une la misión eclesial a la vida trinitaria misma. A través de las misiones del Hijo y del Espíritu se nos comunica a nosotros la misma vida divina. Este horizonte “económico” lleva a captar las procesiones intra-trinitarias y las misiones ad extra de las personas divinas como un ‘todo unitario’. En la base de este designio orgánico se encuentra lo que ya los Padres de la Iglesia llaman amor fontalis del Padre, como ya escribe Agustín, que tras analizar la generación del Hijo y la procesión del Espíritu, concluye: “el Padre es el principio de toda la Divinidad o, con una expresión más exacta, de toda la deidad” (AgustínDe Trinitate IV, 20, 29). Y el Pseudo Dionisio Areopagita desarrolla el paso desde el Uno al múltiple a través de un proceso de unión y de distinción: mientras permanece idéntica a sí misma, la divinidad se encuentra en el origen de la creación, en el origen de lo multiplex: “por lo tanto la única fuente de la superesencial divinidad que es el Padre; lo es ya que el Hijo no es Padre ni el Padre es hijo sino que cada cual guarda rectamente sus propiedades” (Dionisio AreopagitaDe divinis nominibus 2). También s. Buenaventura (Breviloquium I, 3) aclarando las propiedades de las Personas divinas presenta esta innascibilitas como típica del Padre e, intentando de explicarla en términos positivos, sostiene que ésta “pone en el Padre una plenitud originaria”. Esta coincidencia de la raíz de la misión con la vida íntima de Dios lleva a la conclusión de que la misión pertenece a Dios como un modo de ser suyo libre y gratuito, como la efusión de su amor íntimo. Por ello algunos teólogos, hablarán luego de Dios como el primer misionero, del movimiento de amor que desde las personas divinas llega a la humanidad. Por ello la misión no se define a partir de consideraciones geográficas o jurídicas sino a partir del Plan Trinitario de salvación, de la Misión en razón de aquel mundo humano al que se dirige el amor divino. Los destinatarios de la misión no son algunos territorios lejanos “geográficamente”, sino los ámbitos socioculturales y los corazones de las personas que no han sido todavía tocados por la experiencia cristiana.

Esta raíz trinitaria se desarrolla luego en el plan eclesiológico en cuanto “quiso Dios llamar a los hombres a participar de su vida divina no tanto uno a uno […] sino reunirlos en un pueblo” (AG 2). Por ello la raíz trinitaria de la misión exige que el interlocutor no se exprima según perspectivas individuales sino que se mueva según la lógica de la comunión personal que es propia de la dinámica de las Personas divinas, desde la unidad a la Trinidad como estilo de vida y forma de pensamiento. Así el Ad Gentes (nn. 2-9) plantea inmediatamente el núcleo de las relaciones entre las Personas divinas como el origen y el sentido de la misión de la Iglesia, enviada por Cristo, la actividad misionera, las razones y necesidades de la actividad misionera, está en la vida y en la historia de la humanidad, y en su carácter escatológico. La Misión va colocada dentro de las dinámicas trinitarias, como lo es la Iglesia y su actividad misionera esencial, como dirá luego la Redemptoris Missio (n. 32): “Hoy nos encontramos ante una situación religiosa bastante diversificada y cambiante; los pueblos están en movimiento; realidades sociales y religiosas, que tiempo atrás eran claras y definidas, hoy día se transforman en situaciones complejas... Tanto es así que algunos se preguntan si aún se puede hablar de actividad misionera específica o de ámbitos precisos de la misma, o más bien se debe admitir que existe una situación misionera única, no habiendo en consecuencia más que una sola misión, igual por todas partes... La llamada vuelta o « repatriación » de las misiones a la misión de la Iglesia, la confluencia de la misionología en la eclesiología y la inserción de ambas en el designio trinitario de salvación, han dado un nuevo respiro a la misma actividad misionera, concebida no ya como una tarea al margen de la Iglesia, sino inserta en el centro de su vida, como compromiso básico de todo el Pueblo de Dios… Afirmar que toda la Iglesia es misionera no excluye que haya una específica misión ad gentes; al igual que decir que todos los católicos deben ser misioneros, no excluye que haya ‘misioneros ad gentes y de por vida’, por vocación específica”. Por ello la eclesiología se plantea correctamente cuando corresponde a la lógica de la Misión. No es la Iglesia la que hace la Misión; es ésta última la que constituye el aspecto más profundo de la Iglesia misma. El Espíritu Santo es el Actor principal en la Misión de la Iglesia en cuanto es el enviado por Cristo Resucitado y a través de Él se manifiesta su Potencia y se hace presente en el camino de la historia. El Espíritu, sin anular lo divino en lo humano, le da aquella existencia histórica y terrena que se realiza en la Iglesia. Aquí radica la prioridad motivada de la Misión, que va entendida como expresión de la acción eficaz y creativa del Espíritu del Resucitado. Unida a Cristo Resucitado, la Misión adquiere un fuerte significado teológico para la totalidad del mundo que el Misterio Pascual ya ha abrazado, asumido y recreado (cf. Col 1, 15-20). Por ello la Iglesia, y dentro de ella su actividad misionera, no son un puro instrumento parcial y provisorio de un movimiento misionero contingente, sino realización e instrumento del Reino. Iglesia y la Misión, como dimensión co-esencial de la misma, están indisolublemente unidas en cuanto ligadas al Misterio Pascual de Cristo y al envío del Espíritu Santo que realiza la co-prensialidad de Cristo en la Iglesia y en la vida del mundo. En tal sentido la misión no va entendida como un fin extrínseco de la Iglesia para la “salvación de las almas” y su expansión, también geográfica y social, y que usa varios medios para realizarla. Sino que tiene un valor en sí misma: es la obra del Espíritu Santo que convierte la Iglesia en un pueblo en camino hacia aquel Reino que debe llegar. No es la Iglesia que define la Misión. Es más bien la Misión que determina el rostro de la Iglesia, para que ella sea el signo escatológico del Reino de Dios (cf. AG 9). Esta teología misionera será desarrollada en la reflexión teológica postconciliar encontrando amplio eco en documentos explícitamente misioneros posteriores como la ‘Evangelii Nuntiandi’ y la ‘Redemptoris Missio’, poniendo el acento en dimensiones complementarias y no divergentes, como quienes ponen exclusivamente al centro de la Iglesia su servicio al Reino o de los que hablan sólo de su provisionalidad histórica. Ad Gentes va a fondo de la teología de la Misión, que es desarrollada con fuerza siempre mayor al describir la misión del Hijo y la del Espíritu Santo. El hombre a lo largo de los siglos ha buscado con corazón abierto el encuentro con el Misterio (el sentido religioso del hombre) por caminos tortuosos y a veces con equivocaciones de perspectiva y de realizaciones históricas. A esta búsqueda incansable del hombre, la gratuita respuesta divina es la Misión del Hijo. Se puede hablar por ello de una objetiva estructura dialógica, de una pedagogía divina en su propuesta al hombre por Él creado para la eternidad (cf. AG 3, que señala Hech 17, 22-31). El Misterio se encarna, entrando así de manera nueva y definitiva en la historia de los hombres. Jesucristo, Verbo de Dios Encarnado es por ello “el auténtico mediador entre Dios y los hombres”, “el heredero de todas las cosas”, la persona humana “llena de gracia y de verdad”, “la cabeza de la humanidad renovada” (cf. AG, 3). El camino de la kénosis, pobreza suma, escogida por Cristo, introduce la Misión de la Iglesia: es necesario que “lo que fue obrado para la salvación común, se realice plenamente en todos a lo largo de los siglos” (AG 2).  La Misión del Espíritu Santo, operante dentro del plan salvífico, está íntimamente unida a la Misión del Hijo; por ello hace presente y contemporánea a todos los hombres y momentos de la historia humana su acción. El Espíritu Santo, ya estaba presente y operante misteriosamente en el mundo pre-cristiano. Pero fue derramado sobreabundantemente “sobre los creyentes que habrían de creer en Él [Cristo]”  tras su glorificación (cf. Jn 7,39). Esta afirmación del Evangelio de Juan va entendida a la luz de otros textos del mismo Juan (19, 30; 34-35; 20, 22-23) e indica el carácter pascual y cristológico de la obra del Espíritu Santo, como ampliación universal de la obra salvífica de Cristo, que implica la extensión universal de la obra del Espíritu que en su Misión, ya antes que a la Misión de los apóstoles, hay que relacionarla con la de Cristo. Esta ampliación universal de la Misión del Espíritu ya antes de Pentecostés está relacionada con el significado omnicomprensivo del Misterio pascual. Las consecuencias en la teología y en el diálogo interreligioso son múltiples. La Dei Verbum observa (n. 3) que tras el pecado de Adán, Dios “cuida constantemente el género humano dando la vida eterna a todos los que buscan la salvación perseverando en las obras de bien”. El Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 56-58) desarrolla esta afirmación al hablar de una “alianza con Noé” que “expresa el principio de la Economía divina hacia las naciones” y que ha dado vida a grandes figuras de justos. La naturaleza misionera de la Iglesia se expresa por su capacidad de prefigurar “la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe”, originando así “la Iglesia de la nueva alianza que habla todas las lenguas y entiende y comprende todas las lenguas en el amor” (AG 4).

Es a la luz de esta teología misionera que el Decreto Ad Gentes enuncia ya desde su introducción que luego desarrolla los puntos sobre la actividad misionera de la Iglesia en el tiempo de la historia, y por ello en los tiempos actuales. La importancia de estos pasajes es evidente: fundada en la misma vida de Dios, el Misterio infinito, la misión supera el horizonte jurídico del mandato y se refiere a un plan de ontología sobrenatural en fuerza del cual “el Espíritu Santo da a todos la posibilidad de entrar en contacto, en el modo que Dios conoce, con el Misterio pascual” (Gaudium et Spes 22). Este es el fundamento teológico de la Misión. Ad Gentes no desarrolla totalmente el concepto, lo enuncia. Otros documentos fundamentales del Concilio, como la Lumen Gentium (n.16) y la Gaudium et Spes (n. 22) ya se habían referido a la visión pascual del Misterio salvífico y a la dimensión universal de la salvación. Ad Gentes, en tal perspectiva, precisa teológicamente los fundamentos de la actividad misionera de la Iglesia y de su necesidad (AG 5-7), concluyendo: “Si bien Dios, a través de caminos que Él sólo conoce, puede llevar a los hombres que sin su culpa ignoran el evangelio a la fe, sin la cual es imposible agradarle, es misión imprescindible de la Iglesia, y a la vez derecho sacrosanto, evangelizar; así que la actividad misionera conserva también hoy como siempre su validez y necesidad” (AG 7). El Decreto coloca la actividad misionera en el ámbito más general de la vida de la Iglesia, en el contexto de la misión apostólica (AG 5), por lo que tal actividad asume un carácter institucional y jerárquico y es este carácter que se refleja fundamentalmente y en profundidad en el mandato misionero. Luego el Decreto procede describiendo la misión: “la misión de la Iglesia se realiza a través de una acción tal por la que ella, obedeciendo a la orden de Cristo y movida por la gracia y por la caridad del Espíritu Santo, se hace presente plena y actualmente ante todo los hombres y pueblos para llevarles con el ejemplo de la vida y con la predicación, con los sacramentos y los otros medios de la gracia, a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo, dándoles la posibilidad libre y segura de participar plenamente al misterio de Cristo” (AG 5). El Decreto tras indicar el papel de la misión en la historia del mundo y de la salvación; pasará luego exponer toda una serie de consecuencias relativas al desarrollo de la actividad misionera; se fijará en la figura eclesial del misionero y señalizará “las iniciativas especiales con las que los anunciadores del Evangelio enviados por la Iglesia, yendo al mundo entero, desarrollan la misión de predicar el Evangelio y de implantar la Iglesia misma en medio de los pueblos y de los grupos humanos que todavía no creen en Cristo” (AG 6). La lógica de este pasaje queda muy clara: el trabajo misionero “es uno e idéntico en todos los lugares y en todas las situaciones, aunque, debido a las circunstancias concretas, no se desarrolla de la misma manera. Se deben tener presentes, por lo tanto, las diferencias en esta actividad de la Iglesia; ellas no nacen de la naturaleza de su Misión, sino de las condiciones en las que esta Misión se desarrolla” (AG 6). Es decir, que la actividad pastoral específica de la Misión ad gentes no se precisa en base a un criterio jurídico o territorial, sino socio-antropológico; el fundamento teológico de la Misión es siempre aquel fundamental enunciado en la presentación del Decreto, independientemente de las circunstancias históricas donde ésta se lleve a cabo.

Cardenal Fernando Filoni

Semana Misionología de Burgos 2015