Querido
Anastasio:
¡Gracias!
¡Gracias
a Dios por ti!
¡Gracias
a ti por ti!
Ahora
más que nunca haces honor a tu nombre. ¡Bendito tú que vives!
Cómo
puedes hacer tuyas ahora las palabras de nuestra hermana Teresa, la del Niño
Jesús: “¡No muero, entro en la Vida!”
Pero,
querido Anastasio, deja que en nosotros se entremezclen los “sentimientos
encontrados”, como gusta decir a los chilenos. Ya te vería yo señor de ti mismo
haciéndonos desviar de ti nuestra atención si no fuera porque, con esperanza
cierta, confiamos en que el Señor te tiene en el regazo de su misericordia y
entonces no tienes más remedio que dejarte querer… y dejar que lloremos los que
somos más llorones.
Déjame
que te diga algo de todo corazón: aunque a veces me dabas un poco de miedo
(bueno, mejor, un poco o bastante respeto, quizá porque aún me cuesta aceptar
mi pobreza y veo que no estoy a la altura de ser un buen delegado de misiones o,
al menos, así lo pienso y, sobre todo al compararme con el gigante que tú
siempre has sido, con la gracia de Dios) siempre he admirado tu entrega
encendida para hacer todo lo posible para que en nuestras diócesis prenda ese
fuego misionero que el Señor desea que arda en todo el mundo. Y tu trato
personal.
Gracias
por ir a la velocidad del AVE. O, mejor dicho, del viento recio de Pentecostés. (…aunque algunos vayamos a la velocidad de un
triciclo). Y con el fuego del Espíritu.
Gracias
por ser un hombre de Dios.
He
escuchado que san Francisco Javier, poco antes de intentar entrar en China y en
la recta final de su vida recibió una misiva en que le decían volviese a
Europa. Y si la hermana muerte no se lo hubiera impedido, no dudaría en
obedecer inmediatamente.
A
ti te llegó otra misiva. Los misteriosos caminos de la vida y la enfermedad. Y
obedeciste en el abandono confiado a tu Señor. Y “¡con las botas puestas!”
No
me vendrá a buscar la muerte, escribió nuestra Teresa, “¡vendrá Dios!”
No
puede ser de otra forma.
Detrás
de todo está siempre él porque es el que más ama. “La luz brilla en las
tinieblas y las tinieblas -la enfermedad, la muerte, el pecado…- no pueden
sofocar a la luz” porque “es eterna su misericordia”.
“En
la vida y en la muerte somos del Señor”.
Querido
Anastasio, seguro que con tu personalidad, que estoy seguro, aunque
transformada en el Señor, seguirá siendo “tu” personalidad, casi te escucho que
nos dices: “Bueno. Muy bien. Pero ahora, ¡a seguir trabajando!”
Gracias,
Anastasio. Bendícenos y ayúdanos.
Ahora
más que antes.
¡Pasa
tu cielo haciendo el bien en la tierra!
Arturo José Otero García
Delegado de Misiones de Alcalá de Henares