Arturo, nuestro Delegado de Misiones, nos aconseja hacernos amigos de Santa Teresa y hablar con ella.
"Hacer amar a Jesús como yo lo amo"
Hace varios años me encomendaron
la tarea de leer los escritos de un sacerdote de quien se había introducido la
causa de beatificación y me pidieron también hacer una síntesis de su
espiritualidad.
“¿Por dónde empiezo la síntesis?”
“¿Por su vida de oración?…”.
Caí en la cuenta que había algo
más importante que la oración: el amor. Y comencé la síntesis por aquí: cómo ha
amado este sacerdote al Señor y a los hermanos.
A santa Teresa del Niño Jesús
Dios le concedió la gracia de comprender lo que es la caridad, el amor. Ella,
escribe, se dedicaba sobre todo a amar a Dios, y comprendió lo imperfecto que
era su amor a sus hermanas porque no las amaba como las ama Dios, y también que
sería imposible amarlas como Jesús las ama con sus solas fuerzas. Solución:
“Cuando más unida estoy a él, más amo a mis hermanas”.
La caridad “debe alumbrar y alegrar (…) a todos los que
están en la casa, sin exceptuar a nadie”.
Alumbrar y alegrar, nos dice Teresa
a sus 24 años, meses antes de morir. Alegrar y alumbrar… ¡a todos!
¿No consiste la misión en alegrar
y alumbrar a todos, en llevar y compartir con todos la alegría del Evangelio,
siendo testigos del que es la Luz Gozosa del Padre? ¿No es este el corazón del
misionero?
Y “a todos los que están en la casa”:
en esta casa que es Betesda, nuestro mundo. Betesda, “casa de misericordia”,
rebosante, como la de Jerusalén, de multitud de enfermos. Todos enfermos, todos
heridos. ¿Y le podemos seguir llamando a nuestra Tierra “Casa de misericordia”
con semejante panorama? Me parece que sí, porque nuestro mundo es Betesda desde
que el que es Misericordioso, Jesús, entró en él para acercarse, conmovido, a
cada uno de los que estamos “en la casa” y preguntarnos: “¿quieres quedar
sano?”, o tomarnos sencillamente de la mano como a aquella niña muerta o al
joven de Naím o a la suegra de Pedro, o poner su mano en nuestro hombro como al
anciano Juan en Patmos y decirnos no tengas miedo, o sencillamente tomarnos en
sus brazos como hace el pastor con los corderitos o acariciarnos en su regazo como
la más tierna de las madres.
“¡Sal de tu tierra!” “¡Haz tú lo
mismo!”.
Un día -¡así lo esperamos de la
misericordia de Dios!- tú y yo pasaremos nuestro cielo haciendo el bien en la
tierra, ayudando a todos a “amar a Jesús como yo lo amo”, dice Teresa. Pero,
¿por qué esperar a mañana? “Mañana, mañana”, decía Agustín: “¿Por qué no hoy?,
¿porqué no ahora?” Y Por qué no en otras latitudes si Jesús, con sus ansias
redentoras, te inflama a salir de tu tierra para hacer lo mismo que Él. ¿No te
estará llamando el Padre a salir, como su Hijo, a las plazas y a las calles de
la ciudad, a los caminos y encrucijadas de los campos del mundo a buscar a
todos y a invitarlos al banquete para que se le “llene la casa”, para que no
falte nadie?
No tengamos miedo. Dile a Dios
que sí. Solo tenemos esta vida en la tierra. Podemos jugar en la vida pero no jugar
con la vida. La vida es un tesoro: ¡Qué no se nos desparrame como agua
derramada que apenas sirve para algo!
Y un último consejo: Hazte amigo
de Teresa. Habla con ella.
Arturo José Otero García
Delegado de Misiones de la Diócesis de Alcalá