Günter Rauer es un joven español que, a punto de cumplir 18 años, hizo un viaje misionero en una zona muy pobre de Colombia. La experiencia, como recordó en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva de Alcalá de Henares, le hizo entender «que lo tiene todo quien tiene a Dios».
El último día de mis misiones,
reunidos todos los misioneros, nos dijeron que uno de los hombres que habíamos
visitado en su casa cuando recorríamos las colinas colombianas, había
fallecido.
Apenas podía entender que
habíamos sido la última visita de Dios para ese hombre. ¡Cuánta
responsabilidad! Y al mismo tiempo ¡qué gozo! Sentí, junto a la tristeza de la
pérdida de ese hombre sencillo con las manos duras como una piedra de tanto
trabajo, la alegría de saberme
instrumento de Dios.
En 2016, a punto de cumplir 18
años, fui por primera vez de misiones para pasar la Semana Santa acompañando a
los campesinos en esta celebración.
Lo primero que me llamó la atención en el retiro previo a
la partida fue la cantidad de misioneros, gente de mi edad, que estaba
dispuesta a renunciar a sus vacaciones en familia o, como los que se iban a
graduar ese año, al viaje de fin de curso a México, para pasar esos días sin
agua caliente, comiendo lo que se les diera y durmiendo sobre el suelo frío de
una escuela.
Nunca hubo en el mundo persona
más dichosa que un misionero tumbado sobre un suelo frío mirando al techo y
pensando en el día pasado.
La segunda manifestación del amor
de Dios fue el ver la sencillez de aquella gente que carecía de todo. En las
casas que habitaban, hechas de latón, era imposible entenderse cuando llovía.
Esa misma gente, que tenía lo mínimo, al vernos llegar nos invitaba a pasar y
nos ofrecía la comida que tenía, sin conocer nuestros nombres, pero no
ignorando por nuestro aspecto que veníamos de los mejores colegios de la
capital. Nos contaron de un hombre que, al recibir la visita, mató a su única
gallina para dársela a los misioneros que a lo largo de la mañana ya había ido
de casa en casa aceptando la abundante comida. Fue cuando entendí que lo tiene todo quien tiene a Dios y que el despojo y la
austeridad son vías elegidas por el mismo Redentor para llegar al conocimiento
de Dios.
Y finalmente Dios se manifestó a
mí de la manera más condescendiente que hay: haciéndome sentir Su presencia. Me
concedió mi primer encuentro con Él, de forma sensible, que no deja de ser un
don inmerecido que en nada expresa mi propia bondad, antes bien la necesidad
que tenía de que Dios se manifestara a mí de una manera tan elemental y
comprensible para mí.
Poco podía dar a cambio después de aquello. Gracias a Dios, pude
vivir esa semana con una actitud que resume bien una disposición importantísima
para nuestra fe: el vivir en el ahora, no preocuparse por el mañana y el darse
sin echar cuentas de lo que se está perdiendo.
Estas fueron mis primeras
misiones, pero fue también el punto de inflexión de mi vida.